Crecientemente,
los gobiernos estatales gozan de mayor margen de maniobra en el ejercicio del
gasto público. Lo anterior es un fenómeno que tiene su origen en el concepto que
se volvió atractivo y demando desde la segunda parte de la década de 1990:
federalismo fiscal. La cual, se ha galvanizado por las mejores condiciones de
acceso al crédito de los gobiernos estatales y municipales, gracias tanto a la
mayor sofisticación financiera –véase la colocación de deuda pública en el
mercado bursátil- como a la mayor inclinación de la banca comercial a
prestarles.
Este entorno
ha causado que los gobiernos experimenten episodios temporales de dispendio del
gasto, seguidos de procesos de austeridad para reestructura y pagar los pasivos
acumulados –véase, como ejemplos Coahuila y Tabasco-. Además, en términos de
política económica, el comportamiento fiscal de los gobiernos estatales no
funciona como los libros de texto dictan: “gasta cuando la economía este débil
y muestra contención cuando la economía sea dinámica”; de este manera el gasto
público estatal tampoco constituye un amortiguador del ciclo de negocios (es
decir de las etapas: recesión, recuperación, expansión, desaceleración, cima).
No
obstante, el efecto adverso más importante es que entorpece el desarrollo en el
largo plazo de la economía local. Ya que puede originar un alza en impuestos
locales, con sus efectos sobre la competitividad estatal, como ocurrió con el incremento
del impuesto a la nómina en Nuevo León. Y en el peor de los escenarios,
desencadena en dificultades temporales –durante el período de consolidación
fiscal- al gobierno para realizar sus tres principales cometidos: brindar
servicios públicos primarios, crear infraestructura vial y otorgar seguridad pública, ingredientes
importantes en la prosperidad económica de nuestra sociedad.
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